Llevo más de cuatro
décadas atravesando diagonalmente la península, en un viaje que realizo dos o
tres veces al año y que he acabado por aprenderme de memoria. Los 850 km de
distancia entre mi tierra natal y la que me acogió han cambiado bastante a lo
largo del tiempo y aquellos trayectos de 16 horas, en coches sin aire
acondicionado y por carreteras de un solo carril en cada sentido, se hacen
ahora en menos de ocho horas por autovías y en vehículos cómodos y seguros.
En ese viaje diacrónico
hemos dejado de atravesar las ciudades y ahora las circunvalamos, sin darnos
cuenta de que están allí al lado de no ser por los indicadores. El trayecto
entre Extremadura y Madrid cruza por encima de la vía de ferrocarril, una vía
única sin electrificar por la que solo pasan trenes de los llamados regionales, el más bajo escalafón de los
materiales ferroviarios que usa Renfe. En cuanto subes de Madrid hacia el
noreste viajas no solo en paralelo a las modernísimas infraestructuras de alta
velocidad, sino que también ves las antiguas vías, ya casi abandonadas, por las
que solo circula algún convoy de mercancías y un par de trenes con carácter
testimonial. Estas vías desechadas del noreste serían un sueño dorado en el
suroeste: están totalmente electrificadas y con vía doble. Basta un viaje para
diseccionar la historia de este país, donde los más pobres añoran las migajas
que dejan caer los más ricos.
Según te vas
acercando al centro peninsular las carreteras van ampliando su número de
carriles para que Madrid pueda recoger su diáspora de vacaciones o fines de
semana. De vez en cuando te invitan a alejarte del atasco por esas autopistas de
peaje por las que no pasa nadie y que todo parece indicar que acabaremos
pagando. Aquellas famosas radiales se
construyeron cuando se pensaba que el crecimiento de nuestras ciudades sería
imparable y ahora tienen un agujero que hemos de enjugar entre todos, incluso
por los que viven en una aldea extremeña o de Galicia y jamás circularán por
allí. Alguien lo resumió muy gráficamente: no ibas por ellas porque tenías que
pagar y ahora las vas a pagar por no haberlas utilizado.
Cada viaje en
diagonal me recuerda que las diferencias territoriales no nos vienen solo del
pasado, de deudas históricas impagadas a las regiones que padecieron el
subdesarrollo. También se fraguan en el presente porque permitimos que se nos
siga tratando de esta manera: por nuestras venas fluye demasiado conformismo,
nos falta conciencia colectiva y nos han hecho creer que a quien protesta y
levanta la voz se le acaba castigando. Me niego a pensar que no tenemos remedio,
que estamos condenados a sufrir sin rechistar y solo espero que el final de
esta historia no necesite llegar a ese extremo que cantaba Vetusta Morla: “Los días están contados, no hay más que temer / tan
sólo seremos libres cuando no haya más que perder”. Intentemos ser libres un
poco antes.
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