Un día dejé de creer
en los espíritus y me aficioné de manera obsesiva por las palabras, ya que era
la única manera de alcanzar algo parecido al don de lenguas que repartía en
exclusiva el espíritu santo. Probablemente fue mi profesora de latín del
instituto la que me inculcó esta manía de querer conocer la etimología de cada
término y de averiguar cómo se llaman las cosas en otros lugares del mundo. De
repente, parece como si esa enfermedad crónica que padezco se hubiera
convertido en epidemia y hay especialistas en el lenguaje por doquier, todo el
mundo inventa palabras, todo el mundo critica las palabras inventadas por otros
y nadie se calla cuando se habla de métodos para enseñar lenguas maternas o
idiomas extranjeros.
Reconozco que fui un
purista del lenguaje. Me molestaba que se inventaran presidenta o concejala
porque no veía que residente o vocal necesitaran una “a” al final para
referirse a una mujer. También fui muy partidario de la economía del lenguaje y
sé que la palabra portavoz no
necesita más fonemas añadidos para referirse a una mujer que habla en nombre de
un grupo. Pero cambié de manera de pensar y no lo hice tras leer tratados de
lingüística, sino con una anécdota vivida en primera persona y protagonizada
por mi hija Nerea cuando no había cumplido ni tres años. Estaba bebiéndose un
refresco de cola con cafeína y le dije que los niños no podían tomar eso. Ella
me miró, dio otro trago y contestó: “pero las niñas sí pueden”. Me di cuenta
entonces de que una niña que estaba empezando a hablar había aprendido a
diferenciar el masculino y el femenino, al tiempo que aprovechaba mi masculino
no inclusivo para salirse con la suya y no darse por aludida.
La realidad es que
hemos heredado una lengua que a veces excluye a la mitad de la población y que las
mujeres acaban teniendo que asimilar que nos referimos a ellas aunque no las
nombremos. Imagino que nuestra lengua continuará degenerando (no olvidemos que
es el resultado de la degradación de un latín llamado vulgar) y que acabará siendo
más inclusiva.
Mientras tanto, la
inmersión lingüística ha invadido los telediarios y todo el mundo opina sobre
modelos educativos, lenguas vehiculares, trilingüismo o secciones bilingües.
Bienvenido sea el debate si se hace con el rigor debido, pero me temo que es un
mero campo de batalla en el que sacar tajada y meter el dedo en el ojo al de enfrente.
Como el espíritu santo no va a repartir el don de lenguas, bueno será que
intentemos aprender unas cuantas. Hay quien cree que Babel fue una maldición y
otros pensamos que la diversidad de formas de comunicación del género humano
deberían protegerse con el mismo esmero que lo hacemos con los linces o las
pinturas rupestres. Así que no teman por la discriminación del castellano en
Cataluña, que es como pensar que el inglés está en peligro en Puerto Rico.
Publicado en el diario HOY el 21 de febrero de 2018.
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