Al principio de la crisis, cuando en todas las ciudades comenzaban
a cerrarse negocios y no había calle sin media docena de locales vacíos, reparé
en que solo se abrían tres tipos de negocios: los que compraban oro, los que
quitaban pelos y los que te esculpían las uñas para dejarlas como una acuarela
japonesa. Ha pasado ya un tiempo y no sé si esos negocios siguen en la cresta
de la ola o han sido sustituidos por otros, pero un domingo por la tarde me di
cuenta de que toda la publicidad que me rodeaba era de apuestas. Al poco tiempo
me sorprendió una conversación en el tren que me dejó perplejo: unos jóvenes,
que no tenían ni 20 años, se pasaron una hora hablando sobre lo que habían
ganado y perdido en el arte de jugar. Uno de ellos contó que estuvo a punto de
llevarse miles de euros en una complicada apuesta múltiple y que falló por el
resultado del Bristol frente al Norwich, que ya hay que tener vicio y ganas
para seguir al dedillo los resultados de la segunda división inglesa.
Lo anecdótico se tornó en tragedia cuando un programa de radio me
puso en la pista del nuevo perfil de ludópata al que tienen que atender los
especialistas, y que ya no es el señor de las tragaperras del bar de la
esquina, ni la señora que se sienta en un bingo desde las cuatro hasta la
medianoche. Hoy los ludópatas no salen de casa o, como mucho, se acercan a esos
locales de apuestas que están proliferando en los barrios más humildes.
Algunos tenemos dudas sobre si la mejor manera de acabar con el
desempleo y con la falta de tejido productivo sea jugárselo todo a cartas que
te prometen una recompensa rápida y golosa. Me cuesta creer que alguien vaya a
invertir 1.000 millones, a crear 2.000 puestosde trabajo y construir 3.000 plazas hoteleras en un territorio que está lejos
de los grandes núcleos de población, con un aeropuerto de dos vuelos diarios y
sin un kilómetro de tren electrificado. Me pregunto de dónde van a salir los
clientes de esos parques de ocio familiares y qué les haría preferir nuestra
región. También creo hay un par de precedentes, el de Eurovegas en Madrid y el de Gran Scala en Aragón, que deberían servir para intensificar la prudencia antes
de volcarse en fabricar leyes a la medida del primero que pase por aquí.
A
algunos puede parecernos más sensato creer en la economía verde circular,
apoyar sin remilgos a quienes investigan en estos campos y calcular de manera
innovadora e inteligente cuál es el modelo productivo que más le conviene a nuestra
tierra en un mundo como el que se avecina. Si la gran apuesta es conseguir una
gran inversión que rebaje de golpe las cifras de desempleo, me temo que estamos
ante una jugada muy arriesgada. Habrá que pensársela muy bien y no dejarse
tentar por lo de “hagan juego, señores”.
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