El pasado ocho de marzo, mientras
regresábamos de la mayor manifestación feminista que se recuerda, escuchaba
emocionado la conversación que mantenían mi madre, de 77 años, con mi hija de
15. Yo ya había oído mil veces cada una de las historias: de cuando comenzó a
trabajar en las oficinas de una industria química, de cuando tuvo que dejar el
trabajo de manera obligatoria al casarse, del banco en el que no le dejaron
abrir una cuenta corriente sin autorización del marido, de que todo era pecado,
de que las niñas y los niños tenían que ir a colegios diferentes y de mil curiosidades
que hoy nos parecerían imposibles.
Ese día pensé que no había vuelta atrás, que
las jóvenes que allí estaban no iban a permitir retoceder sobre lo conseguido
en una lucha que está lejos de acabar. Sin embargo, faltan dos meses para que
las calles vuelvan a teñirse de violeta y los peores presagios se van acercando
en diferentes lugares del mundo. Hay gobiernos autonómicos que dependen de la
derogación de normas que protegen a las mujeres, ministras que abogan por que
los niños vistan de azul y las niñas de rosa, leyes de esclavitud en el corazón de Europa que obligan a realizar hasta 400 horas extraordinarias pagaderas en 3
años, amenazas con suprimir la justicia laboral a causa del “exceso de derechos”
o despedir a funcionarios con ideas diferentes a las del partido del gobierno.
Dicen que nos sería difícil volver a vivir
como en otros tiempos. Nadie se imagina mecanografiando un trabajo de fin de
carrera y corrigiendo con tipp-ex, ni
enviando un telegrama, ni lavando a mano la ropa, ni con el practicante
poniendo inyecciones por las casas con la misma jeringilla desinfectada en
alcohol. Son imágenes de un tiempo que ya pasó, que se superó con la técnica y
que todo el mundo, unanimemente, considera un avance.
Lo mismo debiera ocurrir con los logros
sociales. Debería ser unánime que se pague a la gente lo justo por su trabajo y
que no se puede discriminar por el color de la piel, el sexo o el lugar de
nacimiento. La segunda década de este siglo se acerca con nuevas amenazas a las
que nos estábamos preparando. Sabemos que el cambio climático es una realidad
(aunque algunos no quieran verlo), que los recursos del planeta no son
infinitos y habrá que cambiar los modos de consumo, y que la desigualdad en el
planeta provocará movimientos migratorios que habrá que solucionar con más
igualdad y con menos vallas de concertinas.
Para lo que no sé si estamos preparadas es
para desandar lo que ya se ha logrado y disfrutado. No quiero imaginarme el
próximo 8 de marzo pensando en que las mujeres podrán estar más desprotegidas,
que los derechos laborales y de expresión se van a venir abajo o que el racismo
se va a instalar en los despachos. Para impedirlo habrá que lucharlo y la
primera gran cita es dentro de dos meses (menos un día, para ser exactos).
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