09 enero, 2019

Desandar


El pasado ocho de marzo, mientras regresábamos de la mayor manifestación feminista que se recuerda, escuchaba emocionado la conversación que mantenían mi madre, de 77 años, con mi hija de 15. Yo ya había oído mil veces cada una de las historias: de cuando comenzó a trabajar en las oficinas de una industria química, de cuando tuvo que dejar el trabajo de manera obligatoria al casarse, del banco en el que no le dejaron abrir una cuenta corriente sin autorización del marido, de que todo era pecado, de que las niñas y los niños tenían que ir a colegios diferentes y de mil curiosidades que hoy nos parecerían imposibles.



Ese día pensé que no había vuelta atrás, que las jóvenes que allí estaban no iban a permitir retoceder sobre lo conseguido en una lucha que está lejos de acabar. Sin embargo, faltan dos meses para que las calles vuelvan a teñirse de violeta y los peores presagios se van acercando en diferentes lugares del mundo. Hay gobiernos autonómicos que dependen de la derogación de normas que protegen a las mujeres, ministras que abogan por que los niños vistan de azul y las niñas de rosa, leyes de esclavitud en el corazón de Europa que obligan a realizar hasta 400 horas extraordinarias pagaderas en 3 años, amenazas con suprimir la justicia laboral a causa del “exceso de derechos” o despedir a funcionarios con ideas diferentes a las del partido del gobierno.



Dicen que nos sería difícil volver a vivir como en otros tiempos. Nadie se imagina mecanografiando un trabajo de fin de carrera y corrigiendo con tipp-ex, ni enviando un telegrama, ni lavando a mano la ropa, ni con el practicante poniendo inyecciones por las casas con la misma jeringilla desinfectada en alcohol. Son imágenes de un tiempo que ya pasó, que se superó con la técnica y que todo el mundo, unanimemente, considera un avance.



Lo mismo debiera ocurrir con los logros sociales. Debería ser unánime que se pague a la gente lo justo por su trabajo y que no se puede discriminar por el color de la piel, el sexo o el lugar de nacimiento. La segunda década de este siglo se acerca con nuevas amenazas a las que nos estábamos preparando. Sabemos que el cambio climático es una realidad (aunque algunos no quieran verlo), que los recursos del planeta no son infinitos y habrá que cambiar los modos de consumo, y que la desigualdad en el planeta provocará movimientos migratorios que habrá que solucionar con más igualdad y con menos vallas de concertinas.



Para lo que no sé si estamos preparadas es para desandar lo que ya se ha logrado y disfrutado. No quiero imaginarme el próximo 8 de marzo pensando en que las mujeres podrán estar más desprotegidas, que los derechos laborales y de expresión se van a venir abajo o que el racismo se va a instalar en los despachos. Para impedirlo habrá que lucharlo y la primera gran cita es dentro de dos meses (menos un día, para ser exactos).

Publicado en el diario HOY el 9 de enero de 2019.

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