En los últimos meses se ha empezado a hablar mucho de demografía,
de envejecimiento poblacional, de desiertos humanos que se van formando en la
península y que no sabemos cómo atajar. Y no es que ahora se hable demasiado
sino que en el pasado no se le dio la suficiente importancia.
La emigración de ahora es muy diferente de la del siglo pasado: ahora
es más fácil mantener los vínculos que cuando nuestros abuelos hicieron la
maleta rumbo al norte y no hay semana que las jóvenes que cuidan enfermos en
Bristol, sirven cervezas en Dublín o investigan en Berlín tengan una
videoconferencia con sus familias de aquí. Pero, dejando a un lado la cercanía
que nos facilitan las nuevas tecnologías, cuando uno se va lejos no puede
evitar sentir añoranza por lo que ha dejado y una cierta ilusión por todo lo
que se aprende cuando se sale de cualquier cascarón, ya sea físico o
metafórico.
Tenemos una tendencia a explicar y clasificar todo en dos o tres
apartados y la vida es mucho más compleja. La emigración extremeña de hace 50
años tenía menos formación académica que la de hoy aunque también había
excepciones. Tampoco los que se van ahora están todos cortados por el mismo
patrón, porque los hay que salen en busca de grandes oportunidades y los que lo
hacen porque no les queda más remedio. Ver mundo, vivir en otros países y
conocer distintas culturas enriquece, sin duda, pero siempre es mucho mejor
hacerlo en las mejores condiciones y por propia voluntad que forzadamente y en
precario.
Habrá quien no quiera regresar y habrá quien lo esté deseando,
pero para volver aquí hay que tener algo de lo que vivir. Y ese es el problema
que afecta a quienes trabajan de enfermeras en Göteborg y a quienes sirven
hamburguesas en Londres, porque no hay mucho que ofrecerles para que retornen.
La despoblación no se podrá parar si no hay trabajo y condiciones de bienestar
similares a las que disfrutan allí. No es tarea fácil y tampoco se puede
improvisar a base de proyectos de ciencia-ficción, insostenibles, casi
irrealizables y que podrían dejar heridas a medio y largo plazo. El drama no
está solo en que cada mes se nos vayan doscientos jóvenes por el mundo sino en
que muchos solo volverán para escenas como las del anuncio de turrón. Ese es el
gran desafío: conseguir que marcharse lejos sea un premio para ampliar
horizontes y no una condena al destierro.
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