A veces el resultado de una votación, del enésimo partido del siglo o
del examen al que se ha dedicado esfuerzo no es lo más importante en la
vida. Lo saben bien quienes han salido contentos de cualquiera de estas
situaciones y no les ha servido ni para gobernar, ni para ganar la liga,
ni para obtener la plaza deseada a pesar de una calificación muy buena.
No
tengo la certeza de quién nos gobernará en los próximos años. La
letanía de propuestas escuchadas puede ser interesante, a priori, en
muchos aspectos. A nadie sensato se le escapa que este país necesita
reformas para que el trabajo deje de ser tan precario, para que las
pensiones sirvan para sobrevivir, para que los jóvenes se formen y
encuentren empleos que les permitan emanciparse, para que se apoye a la
economía social, para que se racionalicen los horarios, para que se
afronte la transición ecológica, para que la revolución tecnológica no
nos pille pensando analógicamente, para que se cuide la cultura y a
quienes la crean, para que las mujeres dejen de ser discriminadas y
asesinadas, para que la vivienda sea un derecho real y, en definitiva,
para que la justicia social tenga tantos vigilantes, fiscales, jueces y
abogados como tiene la justicia de las audiencias, supremos, togas y
puñetas.
Ayer todos estos cambios ( y muchos más) se quedaron en
el aire durante 48 horas por culpa de las malditas teorías de juegos.
Cada vez es más preocupante la incapacidad de llegar a acuerdos
constructivos entre los que están más cerca y que se opte por suplicar a
los más lejanos una abstención caritativa. Ahora se culpa de todo al
artículo 99 de la Constitución, quizá el menos urgente de todos los que
requieren un cambio en la Carta Magna. Entre otras cosas porque tal vez
no haya que cambiar el artículo por el nuevo panorama de fuerzas
parlamentarias, sino que son estas las que tienen que actuar de una
forma diferente, ya que no corren los tiempos en los que el que ganaba
sin mayoría lo hacía con al menos 156 escaños y solo necesitaba una
veintena para cimentar un gobierno sólido.
La foto de ayer, con
Sánchez recogiendo un solo voto afirmativo en casi tres meses desde
aquel lejano 28 de abril, es un retrato lleno de preocupaciones y donde
no se puede culpar a todos los demás de la situación. En 24 horas no se
soluciona lo que no se ha hecho en 86 días. Nos lo decían las profesoras
del instituto cada vez que queríamos apurar repasando apuntes antes del
examen. A lo mejor no es todo tan complicado y solo basta con olvidarse
de movimientos de ajedrez y luchas de protagonismo para centrarse en
cómo poner en práctica cada uno de los desafíos citados en el segundo
párrafo de este artículo, sin hacer cábalas de gurú sobre el beneficio
partidario de una repetición de elecciones. Como escribí aquí hace dos
semanas, ese negocio nunca le ha salido bien a Redondo. Mañana veremos.
Publicado en el diario HOY el 24 de julio de 2019
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