Antes de que Hannah Arendt teorizara sobre la banalidad del mal,
ya estaba muy claro que el mal existía, era tangible, mensurable y estaba muy
bien documentado, tanto en realidades históricas como en ficciones literarias.
No es una ensoñación ni una creación mental: el mal está presente y con
desigual reparto por todos los lugares del mundo. Si está fuera del alcance de
nuestra vista lo sobrellevamos un poco mejor. Incluso agradecemos que los
medios no nos hablen de Guatemala o de Yemen, donde cada diez minutos muere un
niño de hambre pero, eso sí, rodeado de países donde el lujo del petróleo se
despliega en forma de oro por doquier.
El pasado fin de semana el mal se coló hasta el salón de nuestras
casas y descubrimos que un joven era capaz de hacer 1000 km, desde Dallas hasta
El Paso, para intentar frenar la invasión de personas que vienen del sur
hablando castellano. Podemos culpar a la facilidad para la tenencia de armas o
enterrarlo todo como si se tratara de un desequilibrado de esos que hay en
todos los lados. Y es que a veces se necesita un tercer elemento, que unos
verán como la simple chispa que prende el combustible que lanza la metralla, y
que otros describimos como el alimento que fortalece lo monstruoso.
Una bestia llamada intolerancia está siendo amamantada desde los
púlpitos, desde las emisoras de radio, desde las tertulias de televisión y
desde columnas periodísticas. Breivik en
Noruega y Crusius en Texas se habían creído a pies juntillas que el mundo
estaba en peligro porque su raza estaba siendo acorralada por pieles más
oscuras. La responsabilidad penal es solo de quien aprieta los gatillos, pero
la responsabilidad moral hay que hacerla extensiva a quienes difunden bulos y
criminalizan a los diferentes.
Los 22 muertos de El Paso o los 77 de Noruega en 2011 no son nada
comparado con otras muertes violentas evitables. Hace unos días murieron 150
personas en el Mediterráneo por culpa del bloqueo a los barcos de Open Arms, mientras que los que han
propiciado dicho bloqueo, desde diferentes lugares de Europa, han desayunado
plácidamente sin que el pulso les temblara un segundo al remover el café.
Ayer era noticia el nuevo decreto de Salvini. Dicen que habrá
duras sanciones para quien se atreva a salvar vidas en peligro sin la
autorización gubernamental. Me pregunto si ese permiso previo lo necesitará el
bombero que se encarama al viaducto para evitar la caída de un suicida o solo
se aplicará cuando la vida que se salve sea de alguien con piel oscura y ni un
solo céntimo en los bolsillos.
Cerramos la segunda década del siglo, el de los mayores avances
tecnológicos inimaginables, y los códigos penales están a punto de introducir
en sus páginas el crimen de salvar vidas. Urge decirle a Trump y sus muchos
emuladores que la maldad con la que pretenden gobernar el mundo no tiene nada
de banal: parece infinita.
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