En
el verano de 2012 pasé unos días de vacaciones en una gran ciudad de la
península y me di cuenta de que había muchas tiendas con el llamativo nombre de
desigual. Hasta entonces no sabía de su existencia y me puse pensar en el
proceso que llevó a bautizar así a una tienda de ropa que, a simple vista,
parecía más colorida y desenfadada de lo habitual.
Desigual
es sinónimo de diverso, un adjetivo que nos sugiere imágenes gratificantes de
multiculturalidad, de diferencia y de contrastes. En cambio, el sustantivo
desigualdad arrastra una enorme carga negativa que se agiganta cuando la
escribimos en plural y hablamos de las desigualdades. Se dice que ellas son las
causantes de la mayoría de los problemas que acucian a la humanidad, aunque hay
quienes prefieren darle la vuelta al razonamiento y afirman que son la
consecuencia de sistemas injustos, de mecanismos que hacen que todo se acabe
concentrando en unas cuantas manos y que cada vez sea mayor el número de los
que no tienen casi nada.
La
desigualdad se soporta bien al principio, se entona un “qué le vamos a hacer” o
un “así es lo vida” y el tiempo te va poniendo en tu sitio. Acomodarse a lo que
hay es una herramienta de supervivencia y se desactiva rápidamente cualquier
reclamación de justicia porque eso significaría meterse en problemas. Reivindicar
está mal visto y es mejor mendigar, reclamar con sumisión y como favor lo que
es de justicia, antes que poner en tela
de juicio el sistema. Siempre será más fácil que los acaparadores desprendan
algo de caridad, porque eso de repartir equidad sería poner en riesgo los
botines.
Ecuador,
Chile o Líbano han sido noticia últimamente, en todos esos lugares hemos visto
a fuerzas armadas apalear a sus pueblos y todos tienen en común el hartazgo de
quienes ya no pueden más. Cuando se vive en otro mundo, cuando tienes la suerte
de no tener que ir contando moneda a moneda lo que te falta para llegar a fin
de mes, se corre el peligro de no sentir empatía con aquellos a los que les han
subido el precio de un abono de transporte que se les lleva un 15% del salario
mínimo.
A la
desigualdad económica se unen otras muchas: las que se sufre cuando eres mujer
en lugar de varón o negro en lugar de blanco. También cuando el destino te ha
hecho nacer en un hospital de Suecia o en un poblado de Haití, en el que las
huellas de un terremoto son tapadas por las de un huracán.
Ayer
me enteré de que esa ropa desenfadada y colorida, esa que pasea por el mundo el
adjetivo desigual, no es precisamente barata. Desconozco si la marca recibe
premios por su responsabilidad social corporativa o es otra de esas que
confecciona en Bangladesh a 20 céntimos la prenda. Sí me urge saber qué van a
hacer quienes nos gobiernen para equilibrar las desigualdades profundas. Todo
lo demás me parece infinitamente secundario.
Publicado en el diario HOY el 30 de octubre de 2019
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