Antes de
comentar nada sobre las elecciones del domingo, se me ocurrió
releer lo que había publicado tras las del pasado 28 de abril. Entonces
describí una jornada en un colegio electoral y unos resultados en los que había
trasiego de votos dentro de los dos partidos de izquierda y muchos más
entre los de derecha, pero sin grandes desequilibrios en el cómputo global de
los dos grandes ejes.
Desde ayer a mediodía no
hago más que escuchar diversas versiones de un conocido proverbio protagonizado
por viajes y alforjas. Parece ser que todo apunta a que el final del proceso de
formación de gobierno, aquel que se inició en pleno verano con vetos
personales, petición de ministerios y miedos nocturnos, podría acabar sin impedimentos
ad hominem, sin reparos en el reparto
de carteras y durmiendo a pierna suelta todas las noches.
No sabemos cómo acabará
todo esto, así que conviene no alegrarnos de desbloqueos. La cuestión es que si
todo esto se hubiera hablado el 23 de julio en
un receso, nos habríamos ahorrado cuatro meses de gobierno en funciones y un
centenar de millones de euros, que es lo que acaba costando un nuevo proceso
electoral que ha dado diferente distribución de colorines pero casi idénticas
posibilidades de gobierno que las que existían antes del verano.
Elucubrar
por qué ha ocurrido todo esto es una tarea para quienes gustan de intrigas
palaciegas. Es probable que alguien le aconsejara a Pedro Sánchez para forzar
una repetición de elecciones, con la esperanza de llevarse todo el mercado de
la izquierda y dejando a Unidas Podemos con los mismos escaños que la IU de los
tiempos de Anguita. Pero el resultado no ha sido el esperado por los estrategas
de Moncloa, porque el trasvase de votos de la derecha le ha dejado sin la
muleta más centrada, la de Ciudadanos, y ha propiciado que la ultraderecha
duplicase sus votos con un discurso ultranacionalista y con tintes de machismo,
homofobia, misoginia, y buenas dosis de xenofobia.
No sabemos
si el preacuerdo, los abrazos y las firmas de ayer acabarán en una foto plural
en las escaleras del Palacio de la Moncloa. Sería extraño que tres meses de enormes
dificultades y desencuentros se disolvieran en veinticuatro horas y no re
aparecieran antes de la sesión de investidura de diciembre. O quizá la clave de
este cambio se deba a que no hay nada como ver las orejas al lobo para que se
le quiten a uno los remilgos y las tonterías. La vergüenza de tener que
desdecirse del discurso que forzó la repetición electoral es mucho menor que el
miedo a un nuevo bloqueo que acabara con los primos de Le Pen, Trump y Orban
dictando leyes para salvaguardar la cultura torera, eliminar algunos derechos
conseguidos y muchas de las libertades logradas en las últimas décadas.
No, para este viaje no hacían falta alforjas. Pero no busquen culpables y solucionen los problemas de la gente más débil y más necesitada, que para eso hemos votado.
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