Cuando estudiábamos filosofía en el instituto nos explicaron los
distintos tipos de falacias, argumentos que dan por sentada la falsedad
de una afirmación en función de diferentes causas. Una de ellas, la que
en latín llamaban ad hominem, es la que se utiliza para echar por tierra
una tesis desacreditando al emisor del mensaje.
Siempre ha habido
gentes dispuestas a servirse de este tipo de argumentación infame, o de
otras similares, y que a lo largo de la historia acabaron con sabios y
clarividentes en la hoguera, en la cárcel, en el exilio o en autos de
fe. Desde hace unos meses, y con gran intensidad durante la última
semana, nos hemos visto rodeados de una variante de aquella falacia, a
la que podríamos denominar ad puellam y que tiene como protagonista a
una niña sueca de 16 años.
Imagino que ustedes también habrán
escuchado todo tipo de lindezas sobre la chica. Se han metido con su
mirada y su expresión facial los que ignoran en qué consiste el síndrome
de Asperger; se han escandalizado de que esté faltando al colegio
quienes ignoran que hay 264 millones de criaturas sin escuela en el
mundo; hay quien habla de explotación laboral y manipulación por parte
de los padres, justo los mismos que no se preocupan de los 216 millones
de menores que cosen una ropa que compramos a precio de ganga.
También
están los que creen que los padres están amargándole la infancia a
Greta. Imagino que son los mismos que jamás dijeron una palabra de
tenistas, gimnastas, nadadoras o virtuosos de la música, que fueron
entrenados de manera espartana para conseguir el éxito por encima de
cualquier felicidad, como relató Andre Agassi en su biografía.
Muchos
habríamos preferido que Greta no hubiera salido de Estocolmo, no
hubiera tenido a cientos de periodistas asediándola a su llegada a
Lisboa y otros tantos haciéndole preguntas que quizá no pueda responder.
Pero es que han pasado 22 años desde Kioto, casi 30 desde que la
comunidad científica comenzara a hablar del cambio climático, y aquí
solo se piensa en la cuenta de dividendos del año que viene. Nada ha
dicho Greta Thunberg que no hubiéramos leído en revistas científicas y
que no hubiera sido advertido en Lima, París, Marrakech, Bonn o
Katowice.
¿Por qué tanta descalificación hacia esta niña? Pues la
primera respuesta es fácil: porque no pueden desautorizar el contenido
de lo que dice. La siguiente pregunta que me hago es por qué tanta
crueldad, tanta animadversión y tanta bilis contra una joven preocupada
por si en 2050 la tierra será un lugar habitable para el género humano. Y
entonces ya empiezo a pensar que, junto a esos intereses cortoplacistas
de las cuentas de resultados anuales, también debe haber una alta tasa
de maldad en muchos corazones del planeta, una tasa muy superior a la
del CO2 emitido. Quizá esa maldad sea otro de los grandes problemas del
mundo y, de momento, no hay cumbres en marcha para tratar de
solucionarlo.
Publicado en HOY el 11 de diciembre de 2019
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