A veces me vienen
a la memoria cosas que tuve que aprender en el colegio, como las obras de
misericordia del catecismo, aquellas que empezaban con enseñar al que no sabe y
dar buen consejo a quien lo necesita. En una semana como esta, en la que todo
el mundo se ha doctorado en Pedagogía, tal vez habría que explicar un par de conceptos
y dar por zanjados debates estúpidos que solo pretenden que nos olvidemos de lo
importante.
Las escuelas
infantiles, colegios e institutos son los lugares destinados específicamente
para aprender, aunque no sean los únicos. Allí hay que enseñar de todo lo
necesario para la vida y eso significa que no solo ha de haber contenidos de
todas las materias, sino que también hay que trasmitir muchas cosas más, teóricas
y prácticas, sencillas y complejas, fundamentales o lúdicas. Los centros,
además de formar académicamente a cada persona, son también responsables de
socializar a las personas desde que nacen hasta que alcanzan la mayoría de
edad, en un proceso en el que es tan importante saber sumar como conocer la
fotosíntesis o aprender otras lenguas.
Si el aprendizaje
se circunscribiera a contenidos cuantificables podríamos sustituir al
profesorado por robots que lo sabrían todo, que no se cansarían jamás, que no
tendrían reivindicaciones laborales y que calificarían milimétricamente al
alumnado. Pero necesitamos un componente humano y empático que enseñe también a
atarse los cordones, a escuchar cuando hablan otros, a pedir la palabra, a
respetar a quienes no son como nosotros, a sentir empatía por quienes sufren, a
mostrar solidaridad, a querer ser libres y a permitir que los demás también lo
sean.
Durante algún
tiempo acudí a institutos a hablar de Derechos Humanos, a explicar una
Declaración Universal que debería ser respetada en todo el mundo y que no se
cumple en casi ningún lugar. Lo hice gobernando Felipe González y Aznar, pero
se ha seguido haciendo con Zapatero o Rajoy como presidentes. Las actividades,
entonces y ahora, habían sido aprobadas en un Consejo Escolar en el que madres
y padres tienen representación.
¿Pueden unos
padres decidir que sus hijos no aprendan algo que ellos no quieren? Pues quizá
no, porque hay cosas necesarias para la sociedad que no podemos dejar en manos
de los delirios xenófobos, homófobos o terraplanistas de los progenitores. Un
chaval puede ignorar las declinaciones latinas pero no puede creer que la
violencia de género no existe, que los rumanos y magrebíes son inferiores o que
puede acosar y vejar a los adolescentes del pupitre de al lado porque parecen
homosexuales. Y sí, yo quiero que todo el mundo se instruya en el respeto hacia
los demás, porque las víctimas de la ignorancia podrían ser mis hijos o los
tuyos.
Del millón de mejoras
que se me ocurren para las escuelas e institutos de este país, lo ultimo que
necesitábamos era esta apología de la barbarie disfrazada de moralidad. No
hablemos más y enseñemos al que no sabe. Por misericordia.
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