En esta vida vamos aprendiendo que existen instituciones que no se merecen
a quienes las dirigen. Esa falta de merecimiento se puede producir por diversos
motivos, aunque el más común es por la llegada a los puestos de mando de gente sin
la capacidad técnica o ética para llevar a cabo las tareas encomendadas. Pero
también se puede dar el caso contrario, el de una institución en la que uno no
cree demasiado pero donde hay personas íntegras y cabales que te hacen dudar de
casi todo.
Supe que existía Pere Casaldáliga a mediados de los años ochenta, cuando ya
había dejado de creer en lo divino y comencé a seguir a Terencio en aquello de
que nada humano me es ajeno. Al enterarme de la muerte del obispo de São Félix
recordé a este hombre comprometido con la tierra a la que fue a parar y la
manera en la que extendió la bondad y la solidaridad con los más
desfavorecidos. Su ejemplo de persona humilde le salvó la vida, cuando el
pistolero que iba a matarlo pensó que el obispo tenía que ser el que iba bien
vestido y no el de aquella ropa tan sencilla. Quienes lo conocieron dicen que,
más que sus palabras y sus discursos, era su constante coherencia y
ejemplaridad la que le hizo ser querido por los más pobres y odiado por los más
poderosos, hasta el punto de superar en prestigio a la institución que
representaba y a sus cúpulas vaticanas.
También hemos encontrado casos opuestos, en los que organizaciones de
contrastada eficacia filantrópica tenían que soportar la presencia de
dirigentes sin escrúpulos, capaces de lo peor. Hace un par de años supe que la
organización de ayuda al desarrollo de la que soy socio había despedido a su
director en el Reino Unido tras casos de corrupción y trata en plena tragedia
del terremoto de Haití en 2011. Construir una reputación puede costar décadas y
echarla por tierra es cuestión de un segundo.
Y el tercer caso que nos ocupa es aquel en el que no hay por donde salvar a
nadie, porque ni la institución en sí es coherente con la racionalidad
democrática, ni la acción de sus máximos representantes son un dechado de
virtudes. La jefatura de un Estado no puede ni estar al margen de los dos
primeros artículos de la Declaración Universal de Derechos Humanos, ni estar reservada
a una familia y sus sucesores como si esto fuera un latifundio. Tampoco es de
recibo que quien ocupa un alto cargo tenga que disfrutar del privilegio de la
impunidad cuando, en toda lógica, debería mostrar un plus de integridad sobre
el resto de los mortales.
Hasta anteayer no podía comprender el ansia de acaparar dinero de quien
tenía la vida resuelta. Pero cuando he sabido que una suite del hotel de Abu
Dabi puede llegar a costar 11.000 € al día, la misma cantidad con la que ha de
subsistir durante dos años alguien que recibe el ingreso mínimo vital, lo he
entendido: ni volverá, ni regularizará nada, ni pagará lo que debe, ni pedirá
perdón. ¿Un Borbón más a la misma Historia?
Publicado en el diario HOY el 12 de agosto de 2020
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