07 febrero, 2024

Vivir peor

 

Hace unos meses leí un ensayo de Azahara Palomeque cuyo título nos advertía de un vuelco generacional que se estaba instalando en nuestras sociedades, como si fuera un troyano informático. «Vivir peor que nuestros padres» me sonó como una sentencia dictada por un juez supremo y no hay día sin que alguna noticia me acabe recordando esta especie de maldición que se cierne sobre los que tienen menos de 30 años, para los que no existe certeza alguna de que sus esfuerzos, sus méritos y sus capacidades les acaben permitiendo desarrollar una vida autónoma y autosuficiente con comodidades superiores a las de sus progenitores.

 

Aunque en 2019 comenzó a incrementarse el salario mínimo interprofesional, ese que cobra la gente más joven, la realidad es que la picaresca también ha subido al mismo ritmo y siempre te cuentan de alguien que tiene que devolver en efectivo parte del sueldo si quiere conservar su puesto de trabajo. En algunos casos ni siquiera sirven los buzones anónimos para denunciar irregularidades porque puede más el temor a perder un empleo precario que parecer alguien que exige sus derechos, un estigma que sigue estando mal visto en determinados entornos laborales.

 

Hubo un tiempo en el que una buena formación y varios títulos te abrían puertas a puestos de trabajo bien remunerados, con los que se podían hacer incluso planes personales de futuro. Sin embargo, lo que debería haber sido un éxito colectivo, el que tuvimos quienes pertenecíamos a la primera generación de nuestras familias con acceso a una formación superior, hoy ha dejado de ser una llave maestra que abra todas las puertas. Y es así como se entra en una loca competición por tener más grados, dobles grados y posgrados como la única manera de encontrar un camino donde cada pequeño logro no lleve al lado el adjetivo de precario. 

 

Hace poco leí que en Lisboa y otras ciudades turísticas portuguesas los estudiantes tenían serios problemas para poder vivir en la misma ciudad en la que se encuentran sus facultades universitarias. Los pisos de estudiantes son ahora apartamentos turísticos que reportan doscientos euros de beneficio diario y no hay casero que quiera alquilarlo por menos de dos mil al mes, que es el precio que se podrían permitir cuatro o cinco jóvenes compartiendo espacios. Plantearse formar una familia comienza a ser un concepto propio de la literatura fantástica y de ciencia ficción: la vivienda, que constitucionalmente es un derecho, se ha convertido en buena parte de los países de nuestro entorno un artículo de lujo inaccesible para demasiada gente. 

 

Así que anteayer, cuando escuché a una presidenta autonómica que pedía a la juventud que no se quejara de su condición de becaria/precaria, me pregunté en qué momento surgirá entre la generación de los denominados millennials un “se acabó” tan sonoro como el que en su día cantara María Jiménez. Sé que es complicado porque la letra mayoritaria del himno generacional sigue siendo el “sálvese quien pueda”, el conseguir huir individualmente de la quema aunque sea a costa de pisotear a quienes son y sufren lo mismo que tú. Es el sistema: que muchos vivan peor para sostener los paraísos de los más privilegiados.

Publicado en el diario HOY el 7 de febrero de 2024



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