Un periódico de la capital anunciaba el pasado domingo que Europa se estaba preparando para un escenario de guerra. La palabra escenario es de las que resulta hasta tranquilizante, porque la hemos asociado a ese sitio con tablas y un telón donde nos representan historias entretenidas. La guerra siempre dio mucho juego literario y el cine enseguida creó todo un género bélico con millones de seguidores que se apasionan viendo trincheras, granadas, misiles, carros de combate y aviones para bombardear.
Sin embargo, el escenario al que se refería aquella portada del domingo no nos traslada a ninguna superproducción de Hollywood, ni a una comedia teatral. Nos conduce directamente a dramas épicos en los que no hay efectos especiales, donde los protagonistas no tienen que fingir dolor o sufrimiento con métodos de apellido eslavo porque todo es, desgraciadamente, mucho más duro que lo sufrido por Tom Hanks en su intento de salvar al soldado Ryan.
Imagino que muchas de las personas que estáis leyendo esto ya habréis mecanizado la acción de cambiar de canal o deslizar el dedo sobre nuestra pantallita cuando llegan duras imágenes de Gaza o de Ucrania. De las otras guerras, de las olvidadas, apenas se habla porque están muy lejos en todos los aspectos. El más obvio es el geográfico, pero hay otro todavía más relevante: no somos capaces de identificarnos con ellos. Me di cuenta de esto al ver a las refugiadas ucranianas que iban en tren hacia Portugal en la primavera de hace dos años y que recibían la lógica comprensión de quienes estábamos en el vagón. Poco se parecían a las miradas que hoy reciben los menores subsaharianos traídos a la península desde Canarias y que, es importante recordarlo, también huyen de esas guerras mortales en la que el hambre se entremezcla con la violencia.
Pero en ocasiones recibimos una punzada en el corazón, incluso cuando ya creemos que nuestra piel es insensible a casi todo. Me ocurrió al ver unas imágenes de una niña de apenas tres años que alertaba con la mirada a su hermano mayor, que no tendría ni seis, cuando descubren que han tumbado en una silla a su hermana menor, que ha salido con vida de entre los escombros que aplastan a sus padres. Todas las imágenes de Gaza, las cifras de muertos, los escombros generalizados, la cantidad de profesionales de la salud que han perdido su vida intentando salvar otras o la desnutrición galopante de toda la infancia, constituyen un escenario que ya no deseamos ver ni en pantalla.
Ahora nos dicen que hemos de prepararnos para ver de cerca esa crueldad, tanto la que sabíamos que era ficción, como la que es auténtica pero que no nos importa por ser ajena y lejana. Hoy, más que nunca, es urgente la paz. Un concepto anhelado en las declaraciones y olvidado en el día a día. Una paz que no llegará si no se solucionan los problemas desde la raíz, sino se saldan las injusticias históricas y si no resplandecen la verdad, la justicia y la reparación. La disyuntiva es fácil: la peor paz utópica nos dolerá menos que cualquier escenario de guerra.
Publicado en el diario HOY el 6 de marzo de 2024
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