Tenía el cabello un poco rizado y ligeramente rojizo,
pulseras en la muñeca y números romanos sobre el pecho de su jersey rojo.
Estaba en la calle, intentando ser una ciudadana y hacer uso de esos artículos
que garantizan poder decir lo que se piensa. De repente la empujan, la arrastran y la
apalean. De nada sirvió que vinieran
en su ayuda porque la decisión arbitraria de la ira vestida de azul se había
cernido sobre ella. La agarraron por los pelos, siguieron descargando con saña
fuertes porrazos en su espalda y le apretaron el cuello sin contemplaciones. La
chica del jersey rojo fue detenida y querían condenarla a cinco años de cárcel
por atentar contra las altas instituciones de la nación. En otras ocasiones se
habría tragado la pena que hubieran querido los jueces, acostumbrados a dar
mayor veracidad al testimonio de un funcionario que al de una ciudadana, pero
hoy nada es como antes: todo el mundo tiene una cámara en el bolsillo y hemos
podido ver que la chica del jersey rojo no había hecho nada punible para ser
detenida. Sus heridas y malos ratos son consecuencia del azar y la arbitrariedad
irracional. Y nadie explica por qué los antidisturbios apaleaban a unos y no a
otros, por qué detenían a unos y no a otros, por qué se infiltraban entre los
manifestantes y eran los primeros en lanzar las piedras. Pero Rajoy no respondió,
se fumó un puro en Nueva York y se apuntó en su haber a
todo el que no estaba esa noche junto a la fuente de Neptuno. Lo resumía el
martes un señor atemorizado en un andén
de Atocha: vergüenza. Es lo que hemos sentido algunos al ver a la chica del
jersey rojo.
Publicado en la contraportada de EL PERIÓDICO EXTREMADURA el
1 de octubre de 2012.
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