Joan Manuel Serrat cuenta en su biografía que fue
sexador de pollos. La primera vez que lo leí me llevé una enorme sorpresa,
porque no sabía ni que era tan difícil averiguarlo, ni con qué finalidad se
hacía. Como cabía esperar, había poderosas razones económicas: a las hembras
merecía la pena mantenerlas con vida para que se convirtieran en ponedoras y a los machos había que
sacrificarlos al instante, sin gastar un céntimo en su alimentación. Lo de
separar por sexos tiene bastantes adeptos entre los economicistas a ultranza, e
incluso hay
algún miembro del gobierno al que no le duelen prendas en defender la segregación
por sexos en las aulas y refrendarlo en leyes que pretenden tildar de
avanzadas. Ya se ha
dicho casi todo sobre el enésimo intento de hacer una ley educativa monolítica,
y muchos seguimos sin entender por
qué se rechazó, hace apenas tres
años, la oferta
del ministro Ángel
Gabilondo para que las escuelas e institutos tuvieran un horizonte sin
sobresaltos. Reconozco que soy un heterodoxo en materia educativa y que
prefiero mil veces el espíritu creativo que podemos ver en películas como Entre maestros o La Educación prohibida, que esa obsesión de examinar,
calificar e ir separando, cuanto antes mejor, a los que han de dirigir el mundo
de quienes han de obedecer. Me hacen gracia los que quieren combatir el fracaso
escolar con más
reválidas, como si el vino mejorara aumentando el número de catas. Como
nadie quiere ir a Finlandia
para copiar
lo que hacen allí, esperemos que la ley Wert no
acabe siendo un ejercicio mecánico para separar a los que valen de los que no,
como hacía Serrat en su juventud.
Publicado en EL PERIÓDICO
EXTREMADURA el 27 de mayo de 2013.
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