Pocos nombres propios italianos nos permiten
tantas asociaciones de ideas como Lampedusa. Empiezas pensando en la novela de
Giuseppe Tomasi , pasas a la película de Visconti
y acabas con Burt Lancaster
afirmando que hay que hacer cambios para que todo permanezca como siempre. Hoy
Lampedusa es una metáfora del mundo. O de dos, para ser más exactos: del mundo
que soñaba Umberto Bossi, que no
hace mucho abogaba sin pudor con bombardear los barcos que llegan a la isla, y
del mundo de los sin nombre, de los que no tenían más posesiones que lo que
llevaban puesto en el momento de desaparecer en un barco de mala muerte.
El jueves se producía en Lampedusa una
catástrofe de las mismas consecuencias humanas que el 11M de 2004 en Madrid,
con la diferencia y el agravante de que pasado mañana ya no se hablará de
quienes hoy están en la morgue, ni jamás veremos a sus familiares llorar en
televisión. Para que desaparezcan nuestros muros de la vergüenza, que ya han
causado más muertes que el denostado de Berlín, hace falta cambiar la fórmula
organizativa del planeta, que siempre fue miserable desde el punto de vista
ético y ahora es insostenible e inviable. Entre el primer mundo ciego y el
tercero famélico necesitamos uno que sirva de puente hacia el futuro: es el que
habrá de construirse aquí, con empatía hacia los que sufren y con voluntad de
hacer florecer la justicia (que no la caridad) en cada rincón de la tierra. Un
reto dificilísimo pero imprescindible, porque a este planeta ya no le valen más
trucos de Gatopardo para que todo siga igual.
Publicado en EL PERIÓDICO EXTREMADURA el 7 de octubre de 2013.
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