Hubo un tiempo en el que la gente no tenía
vacaciones sino que veraneaba. Durante los meses del estío acompañábamos a mi
padre, que estaba continuamente viajando de un lado para otro, al lugar de
España en el que estuviera trabajando y así podíamos verlo más que de
costumbre. Ya habíamos veraneado en diversos lugares de la cornisa cantábrica:
me perdí con mi hermana en la playa de Gijón, recuerdo haber jugado en el
parque de Santa Margarita de La Coruña y tengo vagos recuerdos de Zarautz. En
el verano de 1972 a mi padre le tocó venir a trabajar durante varios meses a
Badajoz y aquí que nos presentamos, tras recorrer novecientos quilómetros en un
Austin-Morris azul, con una baca bien cargada y cuya sombra en la carretera
abultaba mucho más que el propio vehículo.
En la víspera de aquel viaje mi padre me contó que atravesaríamos
Madrid, la capital de España, y que veríamos rascacielos. Partimos muy de
madrugada y a 15 kilómetros de casa me desperté y pregunté si estábamos ya en
España, en una confusión entre el nombre
del país y el de su capital propio de quien no había cumplido seis años. Mi
primer viaje hacia el sur se hizo interminable: coincidió con una operación
salida y las colas para atravesar el centro urbano de Navalcarnero o de
Talavera de la Reina se hacían eternas. Luego subimos el puerto de
Miravete y acabamos llegando a una tierra llana donde el sonido de las
chicharras hacían presagiar un calor que jamás habíamos sentido. Llevábamos las
ventanillas bajadas para que entrara el aire, las piernas se nos pegaban a los
asientos de eskay, no había sillitas ni cinturones de seguridad para ninguno de
los tres niños y todo lo amenizaba una cinta de casete con los éxitos de aquel
año, de los que mi memoria ha retenido el Song,
Song Blue de Neil Diamond y una trepidante música precursora del tecno y que
se titulaba Palomitas de maíz.
Aquel verano lo pasamos en un pequeño
apartamento amueblado frente al seminario y fuimos descubriendo que veranear en
Badajoz no iba a ser coser y cantar. Una de nuestras primeras aventuras fue ir
a la tienda de ultramarinos de enfrente, en la que vendían chucherías, y
volvernos con las manos vacías porque ni entendíamos lo que nos decían, ni nos comprendían
a nosotros. Al poco tiempo ya nos hicimos con el acento y aprendimos que al
regaliz rojo le llamaban brea y que aquellos
sobrecitos con polvo de sabor a frutas no eran sidral sino refresco.
En Badajoz conocí los cines de verano, el que estaba en el barrio de la estación y el que se montaba en el ruedo de la plaza
de toros, donde vi Los hermanos Marx en
el oeste. También descubrí que era una ciudad sin piscina municipal (no
hubo hasta 1983), algo que nos costó bastante entender porque ya era habitual
en cualquier pueblo mediano de otras zonas de España. Aquí las piscinas eran casi
todas privadas, con unos precios prohibitivos, y la única solución para la
gente corriente era acercarse a un río donde miles de personas intentaban
sobrevivir a unas altas temperaturas que solo se podían mitigar subiendo las
escaleras mecánicas de Galerías Preciados.
Al final de aquel verano vi a Mark Spitz ganar
siete medallas de oro olímpicas en un diminuto televisor en blanco y negro cuya
antena semicircular parecía el halo de un santo. Esa misma semana regresé a Monzón (Huesca) para
cursar primero de EGB y todo hacía pensar que aquel extraño veraneo en Badajoz acabaría
por ser un recuerdo vago, como la playa de Gijón o el parque de La Coruña, pero
quiso el destino que a mi padre le ofrecieran aquí un trabajo menos nómada y
más sedentario. Así que tras el verano siguiente nos vinimos para vivir durante
un tiempo y comenzamos a huir de la ciudad en cuanto nos daban las vacaciones
escolares.
Como canta mi paisana Amaral, esta tierra nos
“ha ganado poquito a poco, tú que llegaste por casualidad”, y aquí hemos
acabado asentándonos todos los miembros de la familia. Desde hace tiempo
procuro repartir las vacaciones entre primeros de julio y septiembre y le he encontrado
el encanto al veraneo en Badajoz, con sus silencios sepulcrales del puente de agosto. Ya hay dos piscinas municipales en la ciudad y la de mi barrio, aquel
al que llegué un verano de 1972, sigue sin estar construida. Y va para largo.
Publicado en el diario HOY el 26 de agosto de 2017 .
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