04 octubre, 2017

Pontífices

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Hace doce años que publiqué mi primer artículo sobre Cataluña. Lo releí ayer tarde y descubrí que, aunque parecía escrito en un momento de grave tensión política, hoy nos parecería de juego de niños. En mi artículo intentaba minimizar muchas de las maldades atribuidas al nuevo Estatuto, le quitaba hierro al debate semántico sobre la palabra nación sirviéndome de la tercera entrada deldiccionario de la Academia, y alertaba de la peligrosa estrategia de Rajoy para sacar rédito político soflamando las posiciones nacionalistas españolas a cambio de perder toda posibilidad de ser un partido mayoritario en Cataluña. Por aquellos días Aznar había resurgido haciendo comparaciones con la antigua Yugoslavia y me atreví a preguntarle retóricamente si se identificaba más con el Tudjman fragmentador o el Milosevic de la unidad.

En septiembre de 2014 volví a abordar el mismo asunto, ocho días antes del referéndum de Escocia, y advertía de que quizá no estuvieran siendo inteligentes a medio y largo plazo quienes intentaban impedir a toda costa la consulta del 9N. Durante una década mantuve públicamente y por escrito un consejo a quienes consideran que la unidad de España es un bien de origen divino que los seres humanos no deben ni siquiera intentar pensar en modificar: permitid que puedan hacer una consulta legal porque lo más seguro es que salga que no quieren ser independientes. Si se hubiera hecho como en Escocia y en Québeq tengo la seguridad de que ya estaríamos hablando de otras cosas y habríamos desterrado este asunto durante varias décadas.

Mi curiosidad por el léxico me lleva a encontrarme con palabras a las que me gustaría devolverles su significación etimológica y no la que han arrastrado con el paso del tiempo. Detesto el verbo pontificar cuando se ciñe a la académica acepción de "exponer opiniones con tono dogmático y suficiencia". En cambio, me encanta la sonoridad del término pontífice, no tanto referido al jefe del Estado Vaticano sino al literal hacedor de puentes.

Para evitar lo ocurrido el pasado domingo habríamos necesitado más pontoneros y menos dinamiteros. Estar en medio de posiciones nacionalistas y ultranacionalistas, capaces de creer en su propia fuerza para doblegar al oponente sin ceder un ápice, es un gran peligro en todos los sentidos. Cualquiera que haya intentado parar una batalla de pedradas entre dos bandas habrá podido comprobar que se acaba recibiendo el doble de peñascazos en el medio que estando a uno u otro lado de la barricada. Hace unas semanas escuché a las alcaldesas de Madrid y Barcelona intentando ser pontífices y propiciar espacios para ese diálogo tan necesario frente a quienes solo piensan en vencer y salirse con la suya, ya sea porque les ampara el texto de la ley o el clamor de sus gentes en las calles.  Muchos intentan ridiculizar a quienes tienden puentes con adjetivos como tibios, equidistantes o buenistas, pero reconozco que los prefiero. Y una cosa más: quien crea que esto se resuelve por la fuerza, me temo que se equivoca. El tiempo dirá.

Publicado en el diario HOY el 4 de octubre de 2017

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