Hace unos meses me contaba un médico veterano que los jóvenes
profesionales de la medicina estaban más preparados que nunca para ejercer la
profesión desde el punto de vista científico. Pero, a renglón seguido, me
señalaba que esa enorme ventaja de conocimiento y de preparación tenía algunas pequeñas
lagunas por el descuido de un elemento imprescindible, no solo ya para quienes se
ocupan de algo tan importante como sanar a las personas, sino también para
cualquier servidor público que ha de tratar con la ciudadanía. Me comentaba que
no basta con recopilar todos los datos analíticos recogidos, diagnosticar e
indicar el tratamiento desde el teclado de un ordenador, porque tan importante
como la precisión, el acierto y la profesionalidad es, en muchas ocasiones, la
humanización de los procesos: acercarse, preguntar, mostrar empatía, dar
ánimos, quitar miedos y hacer saber que quien te está atendiendo es un
congénere y no un perfecto robot.
Siempre tuve miedo de médicos y hospitales hasta que llegué a mi
barrio. El primer centro de salud era uno en la carretera de Campo Maior que se
caía a cachos, pero donde descubrí un interés del personal por los pacientes
que no había visto hasta entonces. Además, se aprendía mucho en aquellos
pasillos que simulaban ser una sala de espera, donde llegué a escuchar que las
Cuestas de Orinaza iban a ser derribadas para construir allí una central nuclear.
Luego nos hicieron un flamante centro de salud nuevo en el Parque de San
Fernando y después reconstruyeron totalmente el anterior. Entonces tuve que
elegir uno de los dos centros y preferí quedarme en el del parque, para poder
seguir con la entrañable pediatra Mª Jesús, aunque eso suponía perder de vista
a una magnifica médico de familia, que nos recordaba a la doctora Queen de una
serie de los años 90, y que tardaba el
tiempo que fuera necesario para atenderte como es debido.
Así que nos acabó tocando un médico que no era nuevo en el centro
pero sí para mí. Y un día me puse en la puerta de la consulta y escuché la
conversación de las vecinas del barrio, que no hacían más que pisarse la
palabra unas a otras y exclamar “¡qué bueno es Don Antonio!”. Así han pasado
varios años y el viernes, cuando iba a vacunarme, encontré globos y carteles que
daban las gracias a Don Antonio. Era su último día antes de la jubilación y los
cuatro que estábamos a la espera permanecimos en silencio hasta que cada uno
fue desgranando el aprecio que tenía por su médico de la sanidad pública, y por
lo atento que había sido con cada uno de ellos durante años.
Imagino que entre los jóvenes galenos también habrá
muchos que sí sabrán conjugar la enorme preparación con esa capacidad de
escuchar y de transmitirnos sosiego que he visto en el personal del centro de
salud de mi barrio. A veces lo excelente está más cerca de lo que pensamos.
Publicado en el diario HOY el 30 de noviembre de 2017
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