El pasado 18 de agosto, a las doce del
mediodía, guardé un minuto de silencio en la puerta de mi lugar de trabajo. La
tarde anterior habían muerto varias personas en las Ramblas y durante ese
minuto de silencio estuve recordando las veces en las que habíamos sido
convocados allí para mostrar la repulsa por unos crímenes masivos: por los 56
muertos de Londres en 2005, por los 130 de París en 2015, por los 35 del
aeropuerto de Bruselas, por los 23 del concierto de Mánchester y por los 15 que
habían muerto en Barcelona la tarde anterior.
Al terminar me di cuenta de que estos actos
simbólicos no se convocaban siempre y que tampoco dependía tanto del número de
víctimas como de la cercanía de las mismas. También reparé en que el impacto y
la consternación se hacían más visibles en los medios y más presentes en los
actos de repulsa si nos podíamos ver reflejados en las víctimas. Así es: todos
podríamos haber sido turistas frente al Big Ben, tener a un hijo adolescente en
Bataclan o en Mánchester, a una compañera de trabajo en el aeropuerto de
Zaventem o a un primo junto a Canaletas.
Quizá por eso nadie convocó ayer un acto de recuerdo frente a Ayuntamientos o en los lugares de trabajo, porque las 60 personas que ayer perdieron su vida en la franja de Gaza nos son tan lejanas como los habitantes de un barrio de Shanghái. E incluso los seis bebés palestinos se nos parecerán más al olvidado Eylan de aquella playa turca, que la niño australiano fotografiado sobre el suelo de las Ramblas.
Nos urge alcanzar un criterio común a la hora de calibrar el dolor, para que no parezca que nos importan más las vidas de los blancos, occidentales y de buen estatus económico, que las de los seres de tez más oscura y sin suelo en el que caerse muertos. Además de esto, nos hace falta valor para llamar de la misma manera a quienes causan el mismo terror: porque no puede ser que algunas matanzas sean, con toda lógica, tildadas como “actos terroristas”, mientras que a idénticas acciones se las denominen como “enérgicas respuestas armadas en defensa del Estado”.
No confundamos con antisemitismo lo que es una
defensa de los Derechos Humanos y una crítica a la violencia de los gobiernos
israelíes. De hecho, a muchos nos encanta la cultura hebrea y creemos que el mayor
intelectual vivo es un judío estadounidense llamado Noam Chomsky. Pero,
lamentablemente, el estado de Israel lleva mucho tiempo cometiendo graves crímenes
y la propia ONU acusaba ayer tarde al gobierno de Netanyahu de ordenar “matanzas
indiscriminadas”.
Deseo que no vuelvan convocar minutos de silencio
y que esto ocurra no solo por la desaparición de los ataques terroristas, sino
porque el pueblo palestino tenga su lugar en el mundo y en el que vivir con paz
y dignidad. Hasta entonces no quiero más silencios porque empiezan a parecerme
cómplices.
Publicado en HOY el 16 de mayo de 2018
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