La llegada al poder en los Estados Unidos y en algunos países
europeos de políticos y partidos abiertamente xenófobos, racistas y llenos de
odio a los pobres no es una novedad en el planeta. Todo el mundo recuerda lo
ocurrido en Europa en los años 30 del pasado siglo y sus consecuencias: la
Segunda Guerra Mundial, el holocausto, la persecución de judíos y gitanos hasta
el exterminio y millones de víctimas
civiles.
El más sangriento y brutal acontecimiento histórico provocado por
los humanos del que se tiene conocimiento tuvo sus consecuencias. Una de ellas
fue la Declaración Universal de los Derechos Humanos, firmada en 1948, y que
nació para evitar lo ocurrido, para sentar las bases de un futuro en el que
jamás se pudiera jugar con las vidas humanas como si fueran ratas de
laboratorio.
Todo el mundo sabe que la declaración ha sido violada y ninguneada
por gobiernos de todos los colores en sus 70 años de vida, pero lo que ahora
está en juego es algo todavía más grave porque las barbaridades que se apuntan no
proceden de dictaduras aisladas sino de democracias consolidadas. Y es entonces
cuando tenemos que preguntarnos, como hacíamos con la gallina y el huevo, si
llegaron primero los políticos xenófobos para alentar los bajos instintos de
parte de la ciudadanía o ha sido al revés, que Orban, Trump o Salvini son los
oportunistas que van a pescar en las enfangadas aguas de la intolerancia porque
saben que allí hay un caladero.
Hace unos días supimos que entre quienes aconsejaron a Pedro Sánchez
a traer al buque Aquarius a Valencia estaba el mismo que asesoró en Badalona a
un político de altura (física) con un lema que alentaba a “limpiar” la ciudad,
y no precisamente de papeles en el suelo. La mercadotecnia de la política es un
mundo cada vez más inexplicable para algunos o excesivamente sencillo para
otros. Tan simple, quizá, como vender crecepelos a los calvos por la mañana y
cremas depilatorias por las tardes para quien las necesita. No hay problema
ético y todo consiste en saber qué demanda la gente.
La diferencia entre el político responsable y aquel que no lo es
radica en ser capaz de convencer del error a quienes le demandan soluciones
inhumanas, en lugar de dejarse llevar por los sentimientos más intolerantes y
regalar los oídos a los que creen que el mundo sería maravilloso eliminando a
los pobres que golpean las vallas de las fronteras. Pero de nada servirán los
muros, ni las concertinas, ni la crueldad de separar a los niños y meterlos en
jaulas. La gente viene porque huye de la muerte. Y mientras no atajemos las
causas que obligan a tantos miles de personas a meterse en pateras o cruzar
desiertos nos quedan dos opciones: dejarlos morir o salvarles la vida. Yo
quiero ser de estos últimos, cueste lo que cueste, porque la historia nos dice
que la primera opción es incompatible con la humanidad.
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