Ayer leíamos en este
periódico que el gobierno británico estudia multar a las empresas que cobran
más a sus clientes leales. Ser habitual de un bar, un restaurante o una
peluquería te puede crear una relación de confianza que acabe beneficiándote
con un descuento o una atención especial. En cambio, tener la misma compañía de
teléfono móvil desde junio de 1999 me ha servido para todo lo contrario.
Una tarde me llamaron al
teléfono fijo (a las cuatro en punto de la tarde, como siempre) y me ofrecieron
una tarifa plana y tropecientos megas a mitad de precio del que pagaba en mi
compañía. Ya estaba apunto de confirmar con mi grabación de voz el nuevo
contrato y todo se vino abajo, porque quien me llamaba era la propia compañía
de la que llevaba siendo cliente desde hacía más de 16 años. Aún me retumban
sus palabras: “Entonces no va poder ser, señor, ya que esta es una oferta
exclusiva para nuevos clientes”. ¿Qué pensarían ustedes si el camarero de toda
la vida, el que les pone el desayuno en cuanto entran por la puerta, le cobrara
la mitad a ese turista despistado que no volverá a pisar ese bar porque es un
nuevo cliente?
Algo parecido me ha pasado
con el seguro del coche. La misma compañía desde marzo 1992 hasta enero de
2019. Casi 27 años de lealtad y lo que me dicen es que si me voy un año a otra
compañía, al año siguiente me podrán hacer una buena oferta como nuevo cliente.
La lealtad no le sirve a la gran compañía, que da más valor a una gráfica con
un leve incremento de nuevos suscriptores, antes que a la inquebrantable
adhesión de quien le está apoyando toda la vida casi sin rechistar.
No es la lealtad un valor
en alza en casi ningún ámbito de la vida, donde el “si te he visto no me
acuerdo” se ha convertido en la frase más utilizada ante situaciones
comprometidas. La deslealtad, en cambio, camina erguida por las calles y se
vanagloria de sus logros. Los acuerdos se rompen antes de firmarse, la palabra
dada es siempre envuelta en papel mojado y traicionar las promesas formalizadas
es ya parte de unas reglas de juego que no están escritas pero que casi todos
dan por válidas.
Que haya justicia con
quienes practican la lealtad es un asunto cada vez más complejo y que doy casi
por imposible. Me contento con que, al menos, no se premie tanto a los
desleales, a quienes mienten, a quienes engañan, a quienes
dicen que jamás se juntarían con aquel indeseable pero acaban
aliándose, a quienes dicen estar al lado de sus amigos pero no hacen más que
despreciarles, a quienes utilizan diferentes varas de medir según
sea el pedigrí de quien está delante, y a quienes
cambian un digo por un Diego sin que el rubor asome por sus mejillas. No
sé si estamos a tiempo.
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