Poco antes de que le dieran el premio Nobel, un importantísimo
escritor visitó la vieja Facultad de Letras de Cáceres. Como no cabíamos en
ningún aula ni salón de actos, el gallego contestó desde un balcón a las
preguntas que le fueron formulando, ya que dijo que no iba a dar conferencia
alguna. Tras la intervención de algún profesor que rompió el hielo, uno de los
alumnos mayores se atrevió a plantearle si era grata la tarea de censor. Me
quedé con las palabras textuales de la respuesta de Don Camilo: “demuestra
usted tener muy mala leche con su pregunta pero muy poco talento”. El marqués
salió del desfiladero argumentando que él únicamente se encargaba de estampar el nihil
obstat a la revista del colegio de farmacéuticos y a la de huérfanos de
ferroviarios, a las que jamás censuró nada. Allí se acabó la historia y Cela
siguió varios días por Cáceres en una carroza y a cuerpo de rey.
Suelo acordarme del autor
de La Colmena cada vez que salen a la
palestra discusiones sobre la censura de libros, películas, cuadros o viñetas.
Imagino que tuvo que ser difícil para los creadores de otras épocas esconder sus mensajes del censor, aunque también un estímulo imaginativo para burlar al
funcionario con manguitos y lápiz rojo en la oreja. La semana pasada fue
polémica la retirada de series y películas con contenido racista, machista o
degradante hacia personas con discapacidad y considero que no se debe caer en
la tentación censora. Lo que se escribió o filmó en otra época ya está hecho y
se hizo con unos parámetros y unos valores diferentes de los actuales. Incluso creo
que, antes que censurar, puede ser interesante volver a ver Lo que el viento se llevó para
indignarnos con más fuerza por todo lo que ocurre en Estados Unidos y otros muchos lugares del mundo.
Otro asunto más delicado es
el la glorificación de personajes históricos, que en muchas ocasiones están
sobre un pedestal en plazas públicas o dan nombre a las avenidas por las que
pasamos a diario. Ya no estamos hablando de obras que fueron creadas en otros
tiempos sino de lugares que ensalzan hoy y rinden honores a tipos que fueron
poderosos en un época y cuyo poder se basaba en la más absoluta falta de
criterios éticos y morales. Recuerdo que la calle San Juan de Badajoz estaba dedicada a una división de soldados de color azul que ayudaban a Hitler, y que el
carnicero de Badajoz, un tal Yagüe, era honrado en varias ciudades de la región
en este mismísimo siglo XXI.
Hay quien se escandaliza cuando
tiran al mar la estatua de bronce de un noble que se hizo millonario traficando con esclavos y reconozco que no soy dado a aplaudir ningún acto violento, que
preferiría fundir el metal de tanto guerrero sangriento como cabalga en
nuestras ciudades. Pero también he de decir que me ha hecho pensar una pregunta
que leí ayer tarde. “Si alguien secuestrara a tu hija y la vendiera, ¿dónde te
gustaría que pusiéramos la estatua de esa persona?” ¿Tienen ustedes respuesta?
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